lunes, 18 de agosto de 2014

Inteligencia ecologica

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Al principio de la historia había que sobrevivir con estrategias en un mundo hostil. Hoy, que conquistamos la naturaleza, no tenemos ese problema, sino otros que son intangibles, que no se ven. El homo sapiens tenía el peligro delante, era la bestia feroz. Hoy el problema es futuro pero si lo enfrentaremos recién al tenerlo cera, será tarde. El hombre se encuentra frente a situaciones que requieren programación, algo que no es natural su naturaleza. Estamos acostumbrados a reaccionar ante el peligro inminente. No logramos concebir un peligro que hoy se insinúa y que se presentará dentro de 50 años. Es preciso un cambio de paradigma porque la historia es más veloz que la biología.  Los consumidores bien informados pueden  presionar sobre lo que se debe producir y cómo. La inteligencia ecológica estudia el impacto de las propias acciones sobre la sociedad.
Las impresiones sensoriales y los impulsos emocionales prevalecen sobre el análisis racional del largo plazo. Basta  que el almacén de recuerdos emocionales (la amígdala)  active una señal para decidir o rechazar una compra. Detectar peligros y reaccionar de forma efectiva nos protegería de las amenazas, alejando peligros. Fuimos diseñados para huir ante una bestia, pero no para sentir pavor ante un juguete de plomo o para rechazar la exposición sugestiva  a productos nocivos que pueden desencadenar enfermedades. No se activa nuestro sistema intuitivo de alarma.
Un aroma, un precio reducido o una imagen atractiva ejercen más influencia que el recuerdo de una noticia alarmante sobre el calentamiento global o la imagen de un sombrío taller de confecciones con trabajadores esclavos. Sin embargo, el cerebro puede aprender a desarrollar hostilidad hacia perjuicios que no saltan a la vista y alcanzar la misma fuerza que un repudio ante el olor nauseabundo de una fruta podrida.
Cuando los riesgos se hacen visibles para el cerebro, la persona puede incorporar esa información a su sistema emocional de alarma y desarrollar una aversión. Y si dejan de comprar un producto porque es nocivo, terminará repercutiendo en la forma de fabricarlo.
Información restringida. Aun leyendo las etiquetas de los productos, tratando de informarse sobre sus impactos ambientales, se puede apoyar algo deplorable. El impacto negativo del consumo masivo supera los impactos positivos de reciclar papel o usar un detergente  ecológico. Habitualmente  no tendemos más información que una etiqueta “bio” o “eco”, sin mayor detalle. Nuestra psicología nos inclina a buscar caminos rápidos para evitar la carga de decidir continuamente. El precio y la calidad son criterios simplificadores. El consumidor que sólo se preocupa por el precio desconoce el proceso de fabricación que redujo el precio. Y la misma lógica opera en la perspectiva del fabricante. Eso beneficia a los que pagan salarios de hambre, explotan a sus trabajadores o arrojan materiales tóxicos al aire o a los ríos.Si alguien quiere comprar productos más respetuosos con el medio ambiente o la salud, no podrán. En una simple bolsa de caramelos hay tanta información ininteligible, que sólo podría descifrar con horas de estudio. Ante el oscurantismo, una persona sensible a los riesgos, terminará orientando su compra por un criterio sencillo.
Cuando los vendedores saben algo que los compradores ignoran –situación que, en la práctica, ocurre siempre– la asimetría impide el surgimiento de un mercado más justo y eficaz. Cuando existe transparencia e información, se puede lograr un equilibrio justo entre los intereses de las partes.
El poder del consumidor. El poder de consumidores agrupados puede compensar la asimetría de información. En la era de Internet, un flujo eficiente de información permite que el descontento se organice fácilmente, se amplifique y llegue a difundirse como si se tratara de un virus.
Las redes sociales pueden decretar el éxito o el fracaso de un producto. Cualquiera puede notificar a un amigo, con un click, su evaluación de un producto, iniciando una cadena de crecimiento exponencial. Esta información en manos del consumidor es más poderosa que cualquier regulación.
Cuando la organización LEED comenzó, sólo había 635 edificios que cumplían sus normas. 7 años después, en 2007, ya se construían 12.000 edificios ajustados a ellas. El impacto ambiental  no es despreciable. En EEUU, los edificios comerciales generan un tercio de las emisiones de gases de efecto invernadero y casi dos tercios del consumo energético. Las empresas no se preocupan hasta que no lo hacen los compradores.
El lavado verde.  La ecología industrial estudia el impacto de los productos mediante el ACV, el análisis del ciclo vital. El impacto de un auto explora su red de relaciones: materia prima, energía y agua utilizada, ozono requerido, contribución al calentamiento global, toxicidad liberada, etc. Al ver el impacto de cada variable, resulta ridículo considerar un atributo, y ocultar los perjuicios, creando la ilusión de que se compra algo virtuoso. Así crece el problema, la información parcial adormila conciencias e impulsa a comprar artículos que no cumplen tal promesa.
Un producto verdaderamente “verde” estaría concebido para ser sostenible de la cuna a la tumba o hasta su nueva cuna, para que, una vez usado, pueda reciclarse en algo diferente. No existen productos absolutamente verdes. En algún punto crean impacto negativo. La sustentabilidad es una cuestión de grados, con productos “relativamente respetuosos” y algunos más que otros. La repercusión se puede clasificar en tres categorías.
Geosfera. Es el entorno no viviente: suelo, aire, agua y clima. Los efectos son la acidificación del suelo, la extinción de acuíferos, la reducción de la capa de ozono y el calentamiento global. La deuda total de un producto con la naturaleza es la carga de recursos, que estima la materia prima consumida, la contaminación provocada, el valor destruido, su nivel de biodegradabilidad para descomponerlo en elementos útiles.
Biosfera. Es el efecto en nuestro cuerpo, en las otras especies y en las plantas. El umbral de resistencia es la cantidad máxima de compuestos que pueden acumular sin enfermar. Los estudios de bioacumulación  determinan los invasores que se incorporan a lo largo de la vida y sugieren que la exposición continua a dosis muy bajas puede resultar tan nociva como la exposición súbita en un periodo breve.
Sociosfera. Abarca lo social, las condiciones laborales, la calidad de vida de las comunidades implicadas. El impacto humano se mide en trabajos forzados, explotación infantil,  el nivel de capacitación de la mujer, la justicia salarial, los beneficios sanitarios. Las tres categorías están íntimamente relacionadas, limitarse a observar una de ellas es fragmentar la imagen completa,  miopía que traba el éxito de sus pretensiones.
Mientras la población de Kerala, en la India, padecía una sequía sin precedentes que  llegó a desencadenar una epidemia de suicidios entre los pequeños agricultores, Coca-Cola, aumentaba diariamente su producción, argumentaba que obtenía el agua de un acuífero muy profundo y que su actividad no tenía relación con las aguas superficiales que utilizaban los agricultores. Cuando finalmente, el consejo de Kerala decretó el cierre de la planta y las ventas de Coca-Cola cayeron en picada, la empresa aumentó su sensibilidad hacia el uso eficaz del agua y se trazó un ambicioso reto: reducir la cantidad de agua utilizada. También se supo que el cultivo de caña de azúcar es el principal consumidor de agua en el ciclo vital y que en esta etapa se invierten más de doscientos litros de agua para cosechar el azúcar que requiere un litro de la bebida. Un análisis nada trivial, si se tiene en cuenta que Coca–Cola es el principal consumidor de azúcar en el mundo. Esta experiencia abrió los ojos a la empresa y le hizo reconsiderar su posición. Desde entonces se ha comprometido con la transparencia ecológica, contratando empresas auditoras. Por su parte, instaló un sofisticado sistema de cosecha de agua de lluvia y excavó un pozo para la aldea cercana que rellena diariamente.
Procter & Gamble  descubrió que los mayores impactos no se daban en la producción y el transporte, sino en el uso de los consumidores. El principal responsable era el agua caliente. Así desarrollaron  un detergente que no la precisa y que no es más caro. Si todos los hogares de EEEU lo utilizaran, el coste de la energía consumida disminuiría un 3%, ahorrándose cerca de 90.000 millones de kilovatios por hora y reduciéndose en 34 millones de toneladas la cantidad de dióxido de carbono liberada a la atmósfera.
La transparencia radical. GoodGuide es una empresa  dedicada a transformar la relación entre el consumidor, los productos y los fabricantes, dando información rigurosa en el punto de venta. El comprador fotografía el código de barras del producto con su celular y envía la imagen a GoodGuide, que le reenvía rápidamente una evaluación que indica su impacto en lo medioambiental, sanitario y social. La inteligencia ecológica puede identificar el peligro, los instintos no, pero puede educarse al intelecto para comprender los perjuicios y desarrollar la empatía al sufrimiento.
Un estudio reveló que un 25% de los consumidores no tiene interés en conocer el origen ni las virtudes ambientalistas de los productos, mientras que un 10% sí. Parece descorazonador, pero la mayor franja está en un punto medio. Cerca de dos tercios se preocupan por las cuestiones éticas, pero no quieren complicar sus decisiones, su preocupación ecológica es débil pero latente, hay que brindarle información con transparencia radical que promueva la inteligencia ecológica, con fácil acceso al conocimiento requerido para tomar decisiones responsables.
Así, se superaría el dilema empresario entre hacer las cosas bien y hacer el bien: entre los que sostienen que el único fundamento de la empresa es el lucro y los que afirman que debería asentarse en la responsabilidad social, pues se abriría un tercer camino en el que hacer las cosas bien sería sinónimo de hacer el bien. Sólo entonces aquella regla general a la que se atenía la industria del siglo pasado, según la cual “cuanto más barato, mejor”, quedaría definitivamente superada por esta otra: “sostenible es mejor, más sano es mejor y más humano también es mejor”.
Economía compartida. El capitalismo, pilar del desarrollo occidental, muta hacia formas más solidarias, aunque de incierto destino. El principio general es que,  cuando la gente se autoorganiza, logra administrarse mejor. La crisis que sacude la zona euro, se inició con la bancarrota de la Argentina en 2001. En 2010, la epidemia infectó Europa. También surgió la economía  “canalla”, ilegal o criminal, sin justicia, sin leyes ni reglas; que se mueve en las zonas grises fuera del control de las autoridades. Pop economy es una economía popular, basada en la participación y el intercambio, es una estrategia para sobrevivir a las crisis y transformar el capitalismo en un sistema colectivo, donde la clave sea compartir.
Hay un aspecto de la economía del compartir relacionado con la contingencia, la emergencia ante la situación vivida que dio lugar a los clubes de trueque. La Pop economy es una estrategia ecológica a largo plazo que no responde sólo a la crisis, sino que considera que el planeta llegó al límite de la explotación de sus recursos y está en juego la supervivencia humana. El capitalismo se apoya en la explotación de recursos ilimitados que hoy son limitados porque somos demasiados. En 2050 seremos 9.000 mil millones. Si seguimos viviendo como hoy, el planeta no alcanza.  Hay que reflexionar y planificar: o nos movemos por reflejos según nuestras necesidades más inmediatas o desarrollamos la inteligencia ecológica.
Se precisa una revolución cultural que lleve a comprender que el objetivo no es la ganancia, sino la supervivencia. ¿Por qué compartir? Porque de este modo lograremos vivir en el planeta sin destruirlo. Cambia completamente la filosofía. Sin embargo hay una contaminación del sistema capitalista hasta en esta idea de compartir, cuando los sistemas compartidos se convierten también en generadores de riqueza. ¿Qué es Facebook? Un modo de compartir. ¿Cuál es el objetivo? Hacer dinero. No hay una revolución cultural sino una necesidad relacionada a lo contingente.
Para reconquistar el espacio económico y social para sus vecinos, debemos comprender que una comunidad funciona cuando la gestionan quienes la habitan y se basan en el bien común.  La raíz del mal es la codicia, manifestada en la acumulación de dinero. El sistema legítimo y el  corrupto, son caras de la misma moneda. En el primero se mueven masas. En el segundo élites. La economía del compartir considera la riqueza como bienestar social, como bienes comunes y no de acumulación individual. Sustituye la posesión de un bien por su uso y la acumulación por la satisfacción de necesidades. En Argentina la solidaridad desapareció cuando no hubo peligro inminente. Hoy la necesidad existe pero no la vemos.
Crear conciencia. Se precisa una revolución ¿Por qué los indignados españoles, los Occupy Wall Street y la Primavera Árabe, han tenido éxito y luego desaparecen, mientras que el movimiento hippie o el movimiento estudiantil del 68 sobrevivieron? Hoy no hay unión, todo es fugaz.
La tecnología no ayuda, rema contra la revolución cultural global, dispersa, distrae. Tenemos celulares que nos conectan con todo el mundo pero en realidad estamos más solos que nunca. Es cuestión de empezar a vivir más seriamente por dentro, entonces empezaremos a vivir más simplemente por fuera. La inteligencia ecológica nos enseña que si cometimos un error y no lo corregimos, cometeremos un error mayor.
Dr. Horacio Krell. Director de ILVEM. Mail de contacto: horaciokrell@ilvem.com

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